Llené despacito la pava y la puse sobre la hornalla de atrás. Saqué la yerba del tarro de metal y armé el mate. Mojé la bombilla en miel para sobrepasar la amargura de los primeros mates y me asomé por la ventana para ver si tomaba los amargos en la cocina o en el jardín. Vi pasar un gorrión bastante chiquito.
Qué cosa esta de los pajaritos, pueden andar por donde quieren todo el tiempo y no les preocupa nada. Bueno, que no les preocupa nada no se sabe realmente. Escuché por ahí que el problema de algunos seres no es la falta de inteligencia ni razonamiento, sino que se les dificulta la comunicación. Me acordé de la historia del cangrejo, esa que dice que quizás todos los cangrejos puedan resolver ecuaciones de cuarto grado, el problema es que no lo pueden expresar. Me imaginé al cangrejo en una playa.
Pensar que acá me estoy muriendo de frío y hay gente que está tirada panza arriba tomando sol. Ahora mismo hay alguien que se está untando bronceador por todo el cuerpo y piensa que mañana se le terminan las vacaciones en la playa y se siente un poquito angustiado. Piensa un poquito antes de meterse al mar porque el agua está un fría, pero no le importa, es el último día. Así que infla el pecho y sale corriendo. Lo último que piensa antes de meter la cabeza debajo del agua es que en dos días va a estar tapado, pero de trabajo. Me imaginé la oficina de ese veraniego.
Todas esas paredes marroncitas, con plantas que cubren las manchas de humedad y algunos escritorios desparramados. La gente entrando y saliendo por la puerta de metal. Todos silban un tanguito que están pasando por la radio. El locutor anuncia que la ola de frío se va a extender una semana más, mientras que en otra parte del mundo el calor no cesa y se preveen evacuaciones masivas en algún lugar de Europa. Y pensé en viajar.
Armar la valija lleno de emoción. Ir a comprar las cosas que faltan para el viaje. Revisar los documentos a última hora y cargar las pilas para la cámara de fotos, infaltable. Pedirle al vecino que por favor no se olvide de revisar el correo y apagar la computadora antes de salir. Salir de casa y volver a entrar porque siempre me olvido algo. Para un taxi y decir “A Ezeiza por favor”. Y me imaginé a un cansado taxista.
Conocer gente todos los días que lo obligan a cargar el baúl del taxi con valijas pesadas. Encontrarse cada tanto con uno que se cree muy gracioso y se la pasa todo el viaje contando chistes. O el pesimista, que nunca está contento con nada. O el que se las sabe todas. O el que se duerme. Recorrer las calles solo, sin nadie con quien conversar realmente. Y lo pensé triste, extenuado. Con ganas de parar en la esquina y tomarse unos mates.
Unos mates… Mierda, se me hirvió el agua y todo por culpa del gorrión.
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