Debe haber cinco temas que repito siempre, sin miedo a exagerar, cada vez que voy a Argentina y estoy en una reunión. Da igual si son amigos, parientes, conocidos lejanos o personas con las que me siento a conversar por primera vez. Pasa siempre lo mismo.
El primer tema obligado son las peripecias que uno pasa en un aeropuerto. Muy graciosas, por cierto, las historias desfilan entre risas y asombro. Que el detector de metales suena hasta con la muela arreglada, o que tuve que dejar un destornillador en el aeropuerto de París. Sin olvidar, claro, las discusiones en mostradores por excesos de equipaje, o las pocas veces en que uno se sintió tocado con la barita mágica porque lo pasaron de la estrechísima clase turista a la confortable y amplia business. Estos relatos son bien recibidos tanto por la gente que viaja relativamente seguido en avión como por la gente que no tiene ni idea de cómo se debe actuar cuando cae una máscara de seguridad.
Sin entrar en muchos detalles más paso al segundo. Este es uno de mis preferidos, y se resume en una pregunta: ¿cómo puede ser que los europeos no fabriquen dulce de leche? Esta simple pregunta la suelen hacer nuestras visitas de turno cuando uno cuenta que hacía varios meses que no probaba un alfajor triple, claro está, porque no hay quioscos que vendan alfajores; por el simple hecho de que los alfajores no existen de este lado.
Y en este punto, si estás leyendo esto y te interesa, te recomiendo que leas unos artículos muy interesantes de un escritor que a mí me gusta mucho y se llama Hernán Casciari. En estupendas descripciones que se pueden leer haciendo click aquí y aquí dibuja la problemática de la falta de quioscos en España y una particular conquista sobre el suelo español por parte de los argentinos, respectivamente.
El dulce de leche es un producto sublime, amado por todos los que alguna vez lo probaron, que debería ser obligatorio en cualquier país y tener una fabricación libre de impuestos. Todas estas son las conclusiones a las que uno llegaría si fuese argentino, y, obviamente, no pudiese vivir sin dulce de leche. Comentarios de resignación, alegando que las visitas a Argentina nos dejan siempre unos quilos demás por este reencuentro, trato de salir de esta pegajosa conversación. Sino, tengo que salir al quiosco y comprarme un “Capitán del espacio” en menos de cinco minutos.
El tercer punto es mucho más delicado, nada de viajes ni manjares ignotos. Llegó la hora de hablar de plata, dinero, intereses, ahorros; estoy en Suiza, qué se la va a hacer. Creo, y estoy seguro de esta creencia, que si uno va a tomar mate con una persona a la cual no ve hace un tiempo no debería hablar de un par de cosas. Una de estas es el dinero. Sinceramente no me gusta mucho hablar de lo bien que gana uno tocando en orquestas de Europa, o cuál es el sueldo mínimo de un cajero de supermercado en un país tan diferente. Sobretodo no me gusta porque no vivo afuera de la vía láctea, y escucho Radio Mitre y leo los diarios por Internet todos los días. Ya sé que a los jubilados les aumentaron pero aún así no les alcanza. O que el tema ahora es qué sistema de jubilación será mejor cuando nos retiremos. Me interesaría hablar de otras cosas, porque sino me empieza a doler el cuello de tanto asentir con la cabeza.
El cuarto y anteúltimo punto en común son las diferencias y coincidencias tecnológicas entre el viejo y el nuevo continente. Con internet a la cabeza empezamos a hablar de que uno acá puede navegar mucho más rápido por la misma tarifa, o que las llamadas telefónicas se escuchan mejor a 12.000 km que a media cuadra. Lo televisores de plasma o LCD siempre son un tema a debatir, y los DVD que leen DivX que parece que acá en Suiza te los regalan en las esquinas. Lo peor de estas charlas es que al finalizar, casi como de improviso, nos encontramos con una lista en la mano que incluye un extenso pedido –claro que si no es molestia- de cosas que volverán conmigo la próxima vez que esté en Argentina (un DVD, o un reproductor MP3, o un teléfono celular, o memoria para una computadora, o incluso un notebook).
Y por último, para los que tenemos la suerte de estar en un país en el que el español no nos puede ayudar, terminamos hablando del idioma. Y acá yo estoy jodido. Vivo en el cantón alemán. Casi siempre escucho la pregunta: “¿es tan difícil como parece hablar alemán?” Y últimamente respondo con el chiste: “si supiera te contestaría”. Este chiste me sacó de un par de situaciones incómodas, que al principio me hacían poner colorado; como cuando –casi siempre un familiar- nos incitaba a “decir alguna cosita en alemán” para que escuchemos. Parece mentira pero no, rojo como un tomate decía cosas como “Ich heisse Leandro”, ó “Whie spaet ist es?”. Y se asombraban de que uno pudiese aprender a decir cosas aparentemente tan simples de una forma tan rebuscada. Debo decir que el la frase que uso como chiste no es del todo mentira. Pasaron más de cinco años y el deutsch es un idioma que no llego a entender.
Enumeradas las cinco debo hacer una confesión. No es siempre culpa de los invitados que estos temas se toquen, aunque claro está que en la mayoría de los casos sí lo es. Hay veces en que me doy cuenta de que tengo tan pocos temas de conversación con la persona que me está hablando que como por arte me magia empiezo a decir cosas como “si alguna vez viajaste en avión te diste cuenta de las porciones que te sirven en un vuelo…”. Dos minutos después me siento un poco más aliviado porque ya estamos charlando de algo intrascendente, pero charlando al fin.
Y no es que me moleste particularmente hablar de estas cinco cosas, lo que me molesta es que siempre, siempre, se tocan estos puntos en una reunión que dure alrededor de dos o tres horas. Son todos temas inevitables, aparecen y pasan. Y se repiten en mis labios las frases hechas y conocidas de memoria.
Pero cada tanto, con un mate en la mano, me sorprendo hablando de interpretaciones de las sinfonías de Beethoven, o del gusto del tabaco en pipa que tanto me gusta, o del nuevo puntero que quiere River y que San Lorenzo no larga. Y cuando me doy cuenta de estas cosas tomo el mate con más ganas, y sonrío cuando lo devuelvo, porque me doy cuenta de que con la persona que estoy en ese momento es una buena persona para tomarse unos mates.