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domingo, 1 de abril de 2007

El adiós

Los oscuros días que sus sueños le trajeron, le inundaron los ojos de lágrimas. Sin poder ver siquiera su propio destino reconoció la presencia de sus hijos, y pasó sus manos arrugadas por los escasos cabellos grises mientras el tiempo le recordaba con fuertes dolores que no quedaba mucho por recorrer. Esto era todo. Le costó contener el grito de desesperación al descubrir que para él la luz y la sombra eran ya una misma nube, sin brillo y sin recuerdos. En el fondo no esperaba mucho más.

Las voces cercanas lo tranquilizaron; sintió menos dolor cuando la compasión del amor incondicional acarició su frente. Nunca se había sentido tan vulnerable. El silencio le hablaba al oído, le recordaba su debilidad, su desamor eterno, su olvido. En su historia no encontró bienestar ni paz, y no pudo evitar sonreir al sentir no sólo una sino dos manos tan cerca.

Ya no necesitaba la vista, ya no la quería. Sólo lo acercaría más a su fracaso, a su soledad inevitable y a un final que seguramente no iba a tener luces de colores. Cerró los ojos y no hubo cambio, la respiración se regularizó y esperó. No era lo único que podía hacer -esperar-, pero iba a necesitar un gran esfuerzo para decir algo. Había en su garganta palabras tan postergadas como necesarias.

Inspiró fuerte y pidió que lo ayudasen a sentarse. Recorrió el espacio con las manos abiertas hasta que encontró las de sus hijos. Las palabras trémulas casi ni se escucharon, pero en el silencio de la habitación flotaron unos instantes, como mágicas. Un simple pedido de clemencia y compasión.

Así se fue, dejando poco para la mayoría; o mucho para los que se atrevan a ver un poco más allá.

Algo aprendimos del paso de los años y del desapego absoluto. Espero ávidamente que algo hayamos aprendido, porque no quisiera un día tener que buscar manos en el vacío con la desesperación de aquel que ya no puede encontrarse a sí mismo.

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